Recuerdos de un hombre bueno

No sé si se trata de un fenómeno común o es simplemente una peculiaridad de mi memoria, pero cuando he permanecido largos años al lado de una persona, me resulta muy difícil recordar el rostro que tenía cuando la conocí. Puedo, naturalmente, ayudarme con fotografías. Sin embargo, cuando prescindo de estos medios auxiliares, sus rasgos se me presentan con el aspecto de los últimos tiempos. No soy capaz, por tanto, de reconstruir la apariencia de don Santiago Sáez treinta años atrás, cuando yo era apenas un muchacho, que iniciaba con su hija un noviazgo, que acabaría por transformarse en ese amor duradero y profundo que da sentido a la vida Sé, por el contrario, que mi apariencia tímida y desmañada, y mi radicalismo de entonces, a los que se añadía un prematuro −y afortunadamente temporal− abandono de los estudios, difícilmente podían agradar a alguien como él, médico y padre de familia, conservador y hondamente religioso. Imagino que al conocerme no pudo evitar el deseo de que su hija encontrara a alguien mejor con quien compartir la vida. En realidad, es solo una suposición, pues nunca escuché de su boca una palabra de reproche. Luego, la experiencia, las lecturas y la meditación templaron y hasta extinguieron mis ardores revolucionarios. Pero no era yo tan solo quien se había transformado. Santiago, ya mi suegro, rememoraba en ocasiones sus años juveniles, cuando recién terminados los estudios de medicina obtuvo plaza en un pueblo de lo que ahora los arrogantes madrileños hemos dado en llamar la Sierra Pobre, una comarca lindante con Guadalajara, regada por el alto Jarama. Eran entonces aldeas casi incomunicadas, en las que en invierno, para atender un parto u otra emergencia, el médico podía verse obligado a cabalgar varios kilómetros entre la nieve. En aquel tiempo, en esas zonas y aun en otras menos aisladas, era común que los aldeanos recurrieran a curanderos y saludadores para aliviar dolencias reales o supuestas, o que padecieran a causa de aojamientos u otros males similares. Corrían ya los años cincuenta, pero los recuerdos de mi suegro apenas diferían de los que relata Pío Baroja acerca de su breve ejercicio de la medicina a fines del siglo XIX.

Empezó a poco un vendaval que trastornó España por completo. Se vaciaron las aldeas. Sus gentes marcharon a las ciudades. En las proximidades de estas, en lo que poco tiempo atrás eran campos de cultivo, surgieron de la nada enormes bloques de viviendas. Faltaban colegios, institutos, ambulatorios, hospitales, en que atender las necesidades de una población en crecimiento desbocado. Santiago, en compañía de su esposa Carmen, maestra, y de sus hijos, en aumento, se trasladó a pueblos mayores, hasta recalar finalmente en Madrid, la ciudad en la que había nacido. Todo era distinto. La casa de sus suegros, próxima a la ribera derecha del Manzanares, muy cercana al lugar donde al parecer poseyó Francisco de Goya su célebre quinta, fue sustituida por un bloque de pisos. Allí Santiago y Carmen educaron a sus hijos. Nada menos que a seis. Una tarea ardua y hasta heroica, a la que nunca estaré suficientemente agradecido, pues uno de sus frutos fue la mujer con la que hoy comparto la vida y sin la cual no soy capaz de concebir la existencia: la madre de mi hija.

A la turbulencia económica y social, le siguió la transformación política. No es este el momento de detenerse en ella. Baste con decir que las desbocadas esperanzas de revolución social que tantos jóvenes albergábamos se vieron rápida y afortunadamente defraudadas. Deseábamos, y por ello luchábamos, que tras la dictadura no se instaurara lo que despectivamente llamábamos “democracia formal” o “burguesa”, sino un régimen populista y totalitario. Gracias a Dios, nadie o casi nadie nos siguió y nos hundimos, como también ocurrió en el vecino Portugal, en el más absoluto fracaso. En estos tiempos en que las autoridades pretenden imponer una supuesta memoria colectiva, a la que califican como histórica, y que no es más que tergiversación interesada del pasado, destinada a negar la legitimidad democrática y, por tanto, la posibilidad de gobernar a las fuerzas de derechas, es más necesario que nunca reivindicar la auténtica memoria, la individual, la de los hombres y mujeres reales que, a posiciones políticas asumidas con mayor o menor convicción supieron anteponer firmes principios morales. Gentes, como Santiago y Carmen, para quienes un crimen es siempre un crimen lo cometa quien lo cometa, sea quien sea la víctima, e independientemente de las nobles razones que los asesinos invoquen para justificarlo. Personas no envenenadas por el odio, que han dedicado la vida a sacar adelante a su familia y a ayudar a otros, cumpliendo ejemplarmente con su trabajo.

Pronto habrá transcurrido un año desde que Santiago nos dejó. El paso del tiempo ha aumentado mi respeto y amor por él. Me embarga, con todo, un enorme pesar: el sentimiento de que no he sido capaz de devolverle todo lo que él me ha dado. Es algo que ya no puedo remediar, una más entre las tareas pendientes que nunca se realizarán a menos que tras la muerte prosiga nuestra existencia.

Comentarios

  1. Me resulta realmente difícil expresar el sentimiento de orfandad que me invadió el día en que este hombre bueno partió hacia la vida eterna, en la que creyó durante toda su existencia. Difícil dejar de llorar su ausencia y más aún llenar el vacío que me invade al comprender que ya nunca más podré sentarme a su lado y escuchar plácidamente todas sus respuestas a mis infinitas preguntas.
    Agradezco, Paco, tus recuerdos porque forman parte de los mios. Él no sólo me dió la vida, me enseñó a vivirla, a disfrutarla a su lado. Me contagió el amor y el respeto que sentía hacia todas las personas haciéndome ver que todos somos semejantes.
    No tengo claro que volvamos a vernos en otro mundo, pero estoy segura de que, sino todo, en parte, le fuimos devolviéndo lo que nos fue dando a cada uno de nosotros gracias a nuestra convivencia. Juntos, Carmen y Santiago construyeron su felicidad y lo consiguieron manteniendo a su familia unida.
    Para mí Santiago, ese hombre bueno, fue el médico que describió Gregorio Marañón y ante y sobretodo fue MI PADRE, el que me acompañará hasta el fin de mis días.
    PALOMA SÁEZ

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  2. Gracias por escribir esto sobre mi padre, que después de todo, era tu suegro. Ciertamente lo que yo soy se lo debo en gran parte a él, pues él me inició en una fe comprometida, despojada de toda ñoñería,además me hizo situarme en la vida con independencia y espíritu crítico. Podría pasar horas escribiendo sobre su inteligencia, sabiduría, educación...su austeridad y su cercanía con las personas más necesitadas. Tal vez, por su situación, pudo obtener cietos privilegios en el hospital y a la hora de morir y no lo hizo, esperó cola como todo el mundo y aguardó a que le atendieran cuando le tocó, a riesgo de su propia vida. Fue el padre que siempre esperó y acogió a cada uno de los seis hijos prodigos que tuvo y se alegró con nuestro regreso.Siempre esperaba la voluntad del Padre. El fruto de su vida es que permanecerá en nuestra memoria por los tiempos. Que desacanse en la paz de Cristo Resucitado.
    Carmen

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