A vueltas con la memoria histórica

Memoria histórica es uno de esos sintagmas que, recordemos el estomagante “voluntad política”, periódicamente se ponen de moda y repiten hasta la náusea los medios de comunicación. Si el segundo parece designar un tipo de voluntad característico de los profesionales de la política, cuyo principal rasgo distintivo consiste, al menos en apariencia, en ser tan extraordinariamente débil y flexible, que solo por azar o inadvertencia alcanza a lograr sus objetivos; el primero encubre, bajo el aspecto de un pleonasmo, tan inocente como pedante, un peligroso significado que intentaré desentrañar.

La memoria es, obviamente, recuerdo del pasado y por eso en una primera aproximación podemos decir que siempre es histórica. ¿Por qué añadirle entonces este adjetivo? La respuesta es clara: para referirse a otra cosa que nada tiene que ver con la memoria. Esta es personal y cada cual tiene la suya propia construida a partir de sus particulares experiencias. Cuando se habla, en cambio, de memoria histórica se hace referencia a algo que se pretende objetivo y común, por tanto, a todos los ciudadanos. Yo, dada mi fecha de nacimiento, no puedo tener memoria de la Guerra Civil, recordaré, a lo sumo, lo que me hayan relatado sobre ella testigos a los que he conocido al albur de mis circunstancias personales, o lo que haya podido leer sobre el asunto. Por alguna razón que se me escapa, mis familiares hasta dónde sé, no sufrieron otros males en la guerra y la posguerra que el miedo y la miseria. Mis abuelos no cayeron asesinados, ni murieron heroicamente en combate, siquiera sufrieron las crueles represalias del vencedor. Bien es cierto que tampoco se mancharon las manos con sangre. Debieron de ser gente mediocre ocupada en sacar adelante a sus familias de la mejor manera posible en aquellos trágicos tiempos que les fue dado vivir. Hasta ahí llega el recuerdo de lo que me han contado. Naturalmente, a ese relato del círculo más próximo puedo añadir otros testimonios orales y numerosas lecturas, pero con eso me alejo cada vez más de la memoria y me adentro en otro tipo de conocimiento.

Lo que pretenden, en realidad, los adalides de la memoria histórica es institucionalizar una determinada versión del pasado. Convertir en verdades intangibles sus propios mitos y obligar a los ciudadanos a creer en ellos. Es significativo que esa memoria prefiera olvidar los discursos y actuaciones de Largo Caballero, Dolores Ibarruri, José Díaz −¿recuerdan de quién hablo?−, Companys o Rovira i Virgili, por no hablar de Antonov-Ovseenko u Orlov. Naturalmente, sus violentas diatribas casan muy mal con la visión oficial de la Segunda República como régimen democrático destruido por la agresión fascista. Alcalá Zamora, Lerroux, Miguel Maura o Giménez Fernández tampoco merecen un recuerdo, pues no resulta aceptable la existencia de una derecha democrática. Hay que pasar asimismo por alto la desafección de intelectuales como Ortega y Marañón e incluso Unamuno. Este solo parcialmente redimido por su enfrentamiento final con Millán Astray. No digamos nada sobre la responsabilidad de Santiago Carrillo en las matanzas de Paracuellos y no investiguemos la tumba de Andrés Nin. La memoria personal es selectiva y se fundamenta tanto en el olvido como en el recuerdo. No difiere en eso de ella la memoria histórica, salvo por el hecho de que aquí son las autoridades las que deciden lo que debemos recordar y lo que ha de permanecer ignorado. Con la memoria histórica se pretende imponer una visión maniquea del pasado, fruto no del conocimiento sino de la ideología. La historia queda reducida a un enfrentamiento entre buenos y malos en el que simplemente los papeles se han invertido respecto de la no menos notoria alteración franquista. Si Marx osó afirmar que había vuelto a Hegel del revés (con lo cual evidentemente seguía siendo Hegel), nuestros progresistas que nunca se han distinguido por la profundidad de su pensamiento, se han conformado, de manera más modesta, con darle la vuelta a la historia que aprendieron en el colegio. En ocasiones he pensado que los panegiristas de Francisco Franco gustaban de presentarle como una segunda edición, quizá corregida y aumentada, de Felipe II. El poder siempre tiene aduladores y estos son tanto más serviles cuanto mayor es el despotismo con que se ejerce. Lo cómico del caso es que desde la izquierda muchos aceptaron tal identificación −recuerdo, por ejemplo, al indescriptible Eduardo Haro Tecglen− con lo que no desperdiciaron ninguna oportunidad de descalificar en lo político y en lo personal al Rey Prudente, quizá convencidos de que así socavaban heroicamente el poder del dictador. Unos y otros daban por válida, guiados sin duda por un agudo sentido crítico, una determinada interpretación de la historia, y solo diferían en la atribución de determinados caracteres morales a sus protagonistas. La bondad otorgada a unos era transmutada en perfidia por los otros, y viceversa. Glorificar a Fernando III o a Isabel la Católica, o cantar a los tercios de Flandes o a los conquistadores de América, era cosa de fascistas. Sustituyamos sus nombres por los de Jaime I, Pedro III o los almogávares y entraremos en el ámbito progresista. Podremos, como Rovira i Virgili, añorar un más soñado que real imperio catalán mediterráneo, e incluso quizá alabemos la insensata expedición del capitán Bayo, como primer paso para reconstituirlo. No importa, seremos juzgados no como mentecatos imperialistas reaccionarios, sino como lumbreras intelectuales del renacer nacional. Hasta puede que bauticen con nuestro nombre a una universidad. Bueno, en algunos casos la situación se complica un poco, y en lugar de recurrir a Jaume el Conqueridor no queda más remedio que hacerlo a Breogán o a Jaun Zuria, o elevar la carlistada a precedente de la lucha de liberación. La cara de bobo de don Carlos María Isidro parece ser que le venía de nacimiento y no tenía nada que ver con una premonición de nuestro tiempo.

Temo que estoy yendo demasiado lejos y que es muy probable que al presidente de nuestro gobierno o a Baltasar Garzón (a quien propongo que las Naciones Unidas nombren juez único con jurisdicción universal, mientras aguardamos a que el Señor tenga a bien iniciar el Juicio Final) les traiga sin cuidado que nuestra memoria, ya sea histórica o meramente personal, recuerde a los personajes arriba citados, de cuya existencia ni siquiera me consta que tengan conocimiento. Lo importante, para ellos, es que en este país, a menudo llamado España por los meapilas conservadores y fascistas, se han enfrentado perennemente las fuerzas del progreso y de la reacción, y que al fin estas últimas han sido derrotadas. Es obvio que aún subsisten algunos de sus partidarios y que incluso se aprovechan de la generosidad de los triunfadores para intentar recuperar el poder. A ellos solo cabe decirles una cosa: la guerra no ha terminado y, si es preciso, al conjuro de la memoria histórica, como don Pero y don Nuño al de Azofaifa, en La venganza de don Mendo (¡Vaya! Ya he citado a un autor reaccionario que se hizo asesinar en Paracuellos con el turbio propósito de desacreditar a don Santiago Carrillo), renacerán los muertos de sus tumbas para cerrarles el paso.

Comentarios

  1. ¡Chapeau!. Ya me habia hablado Sinforoso de lo bien que escribes, ahora he podido comprobarlo. Denso y largo para lo que está en moda hoy en dia, pero ingenioso, documentado y bien escrito. Me vas a tener de lector asiduo.
    Felicidades

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  2. Muchas gracias por tus elogios. ¿Eres José Manuel?

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  3. Para ser vd. licenciado en geografía e historia, utiliza vd. una metodología más parecida a la propaganda que a la historiografía y por sus valoraciones ideológicas me parece vd. poco creible en sus apreciaciones y un poco frívolo en sus conclusiones.
    La verdad le tenía por un intelectual más científico y más serio y en este artículo solo he encontrado un "leido". Siento haberme equivocado con vd.

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  4. Por una vez voy a violar la norma de no responder a quién se oculta en el anonimato para descalificar opiniones ajenas. He dudado mucho antes de hacerlo, pero hoy no puedo resistir la tentación de decir lo que pienso de usted, con lo que no hago sino corresponderle, con la diferencia de que yo doy la cara, en lugar de esconderme. Al grano; creo no haberme equivocado con usted: no es una persona culta, ni siquiera leída, sino un pobre ignorante que ni siquiera sabe que lo es. No sé, ni me importa, si será usted licenciado en alguna materia; lo que sí resulta meridianamente claro es que carece del más elemental sentido crítico y que juzga con arreglo a prejuicios ideológicos. ¡Qué Dios le ilumine y que a nosotros nos ampare de gente como usted!

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  5. He leído varios artículos Tuyos( perdona que te tutee pero me tomo la licencia por ser colega tuyo) y me han gustado. Especialmente el que trata de la " memoria Histórica ". En efecto todas las memorias lo son per se. El tratamiento que le das me parece objetivo, algo dificil de encontrar por estas letras actuales.

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