Los círculos del infierno

Imagina Dante el Infierno constituido por nueve círculos en los cuales cumplen su eterno castigo los pecadores. Cuando, en plena adolescencia, leí por primera vez la Divina Comedia, recuerdo que me estremeció aún más que la dureza de las penas, el ambiente lóbrego en que unas almas desdichadas arrastran por toda la eternidad una existencia sin esperanza. Han pasado muchos años desde entonces, y hoy, de nuevo me he encontrado con la obra del poeta florentino. En este tiempo nuevas experiencias y lecturas han enriquecido mi visión del mundo y me han hecho perder necias ilusiones. Se ha derrumbado mi fe en Utopía y en su lugar, tras años de búsqueda, ha surgido la convicción de que somos capaces, no ya de crear un mundo perfecto −pues eso es algo que escapa a nuestra limitada naturaleza−, sino de algo solo aparentemente más humilde: aliviar el sufrimiento ajeno.

El inmenso esfuerzo desplegado por los seres humanos en su afán por edificar el reino de Dios, por forzar la entrada a un Paraíso del que, puesto que el sentimiento de culpa ha desaparecido, se creen injustamente expulsados, no ha generado sino sucesivos infiernos sobre la tierra. Los Lager y el Gulag hacen palidecer la pesadilla de Dante. Nada hay en ella que se aproxime al horror de la Shoá. ¿En qué círculo situaríamos las cámaras de gas? ¿En cuál, los procesos soviéticos? Sería fácil alargar la lista −China, Camboya...−, pero no parece necesario multiplicar los ejemplos. A quien conoce la entrada de Auschwitz, ¿cómo va a impresionarle la del Infierno?

Sin embargo, al igual que para Dante cada círculo acoge a un tipo de pecadores y se dedica a un género de suplicios, también cabe establecer una gradación o cuando menos una tipología de los infiernos creados por el hombre. No se trata de catalogar el horror, sino de descubrir las semejanzas y diferencias entre unos y otros.

En una primera aproximación podemos decir que mientras que en el infierno de Dante, los condenados sufren por lo que han hecho, no es este necesariamente el caso de quienes penan en los Lager o el Gulag. Padecen estos su castigo debido a que otros han decidido incluirlos en una determinada categoría −judíos, gitanos, trotskistas, kulaks,…−, definida a priori como enemiga o, para ser más precisos, ajena a la naturaleza humana. No son, sin embargo, pese a sus indudables similitudes, equiparables los campos nazis y los soviéticos, como tampoco lo son los procedimientos seguidos por ambos totalitarismos para definir los grupos que en ellos debían ser confinados.

Comencemos por el caso nazi. Su concepción impúdicamente racista implica que las razas definidas como inferiores no tienen otro destino que servir a la autoproclamada superior. Algunas, clasificadas como subhumanas y peligrosas, quedan condenadas al exterminio. Hay, al contrario de lo que como veremos más adelante ocurre en el caso soviético, una neta distinción entre verdugos y víctimas. Cuando los trenes de deportados cruzan una estación o se detienen en algún lugar, los ocasionales espectadores se apartan horrorizados, como si temieran contagiarse de su miseria. Unos cerdos conducidos al matadero despertarían más compasión que esos infelices judíos a quienes nadie osa mirar. Cuenta, en cambio, Evguenia Ginzburg que al detenerse su tren en una aldea de los Urales, un campesino que, a través de un agujero en la madera del vagón se percató de la peculiaridad de los pasajeros, avisó a sus compañeros de que se trataba de deportados, e inmediatamente el transporte se vio rodeado de gentes que intentaban pasar al interior alimentos y agua, sin que ningún guardia apareciera para impedirlo. En la Alemania hitleriana los definidos como arios podían experimentar en gran medida la certeza de que mientras se mantuvieran fieles al Fhürer y en tanto que obedecieran las consignas del Partido, nada malo iba a sucederles. Los campos no les estaban destinados. Allí no se enviaba a los buenos alemanes. Para estos quedaba la consoladora convicción de que los detenidos, sin duda, eran culpables. Las cosas eran distintas en la Unión Soviética. Comunistas convencidos, revolucionarios de la primera hora curtidos en la Revolución de Octubre o jóvenes incorporados al Partido durante la guerra civil o la colectivización de la agricultura se veían repentinamente señalados como contrarrevolucionarios. El interrogador de hoy podía compartir mañana la prisión con el interrogado o caer ante el pelotón de fusilamiento. Nadie estaba a salvo. Una acción o una omisión, una palabra o un silencio, quizá de años atrás, en su momento totalmente desapercibidos, conductas triviales a las que no se había dado importancia, retornaban exhumados por un acusador que mostraba, ante una víctima desorientada, a menudo incapaz de creer que aquello pudiera ocurrirle, su carácter objetivamente contrarrevolucionario. Sea por efecto de las técnicas de interrogatorio, sea por la fanática fe depositada en un Partido elevado a auténtica deidad en un mundo pretendidamente ateo, muchos aceptan de buena fe una culpabilidad que nunca habían imaginado. Ante la dieta de Worms, Lutero, conminado a retractarse, había respondido: “No es justo ni honrado actuar contra la propia conciencia. Que Dios me ampare”. Estos creyentes, esclavizados por una fuerza demoníaca, prefieren sacrificar su conciencia a poner en duda la infalibilidad del Partido.

Trotski, Bujarin, Kamenev, Zinoviev, Rikov, Radek, Tujachevski…, casi la totalidad de los dirigentes bolcheviques, caen condenados como agentes de la contrarrevolución. Parece absurdo y ridículo, pero lo auténticamente absurdo y ridículo es que en Europa Occidental, tantos escritores y profesores hayan creído o, lo que moralmente es peor, fingido creer que aquello era cierto, y que precisamente ellos hayan marcado la atmósfera intelectual durante decenios. Pero dejemos esta cuestión para otro momento. No es infrecuente que en el Gulag el comunista conserve la fe en el Partido, incluso la devoción por Stalin. Evguenia Ginzburg muestra a muchos de ellos, orgullosos de su militancia ─ahora suspendida, pero que en algún momento recuperarán─, que miran con suspicacia y hasta desprecio a cadetes (demócratas constitucionales), eseristas (socialistas revolucionarios) y gentes sin partido, con los que, no obstante, comparten la condena a un trabajo extenuante y una vida infrahumana. Muchos no pueden resistir la miseria, el hambre, el agotamiento o la brutalidad de los guardianes o de otros presos, pero faltan las terroríficas escenas de selección, en que un SS o un médico, de manera rutinaria, como quien ejecuta un trabajo aburrido e intrascendente, con un simple gesto, separa a quienes van a morir de inmediato en las cámaras de gas, de quienes agonizarán durante meses esclavizados por un trabajo absurdo y extenuante.

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