Construir la historia

Poco antes de morir perseguido por los jacobinos, escribió Condorcet un libro titulado Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, con el que se proponía:

“demostrar mediante los hechos y el razonamiento que la naturaleza no ha puesto límite alguno al perfeccionamiento de las facultades humanas, que la perfectibilidad del hombre es realmente infinita: que los progresos de esta perfectibilidad, de ahora en adelante independientes de la voluntad de quienes desearían detenerlos, no tienen más límites que la duración del globo al que la naturaleza nos ha arrojado”
[1].

El objetivo del marqués revolucionario no era obviamente escribir un libro de historia, sino elevarse sobre la confusión de los hechos para, en la distancia, advertir un significado coherente en el devenir humano. Su construcción, aunque a menudo aventurada y falta de documentación, se mantiene alejada de toda idealización del pasado. No hay en ella asomo de mitos tales como el Paraíso o la Edad de Oro, y falta la noción de caída o de pecado. Es, en ese sentido, una obra antiutópica, puesto que no existe ningún pasado que recuperar, sólo un futuro esperanzadoramente abierto a sucesivas mejoras. Es, asimismo, una obra cosmopolita, pues el espíritu humano es único, por encima de accidentales diferencias de sexo, de etnia o de cultura. La humanidad en conjunto camina en una marcha ascendente hacia cotas cada vez mayores de libertad y bienestar.

La visión laica de Condorcet no puede desbancar a otro tipo de interpretaciones históricas más vinculadas a los mitos bíblicos y clásicos. En España los que pronto serían llamados liberales se lanzan a desempolvar antiguos legajos en un intento de exhumar esa Constitución a que se refería Jovellanos en su carta a Cabarrús. El sistema político que intentan edificar se les aparece no como una creación propia, sino como la recuperación de una libertad perdida, arrebatada por reyes ambiciosos prestos siempre a escuchar los halagadores e interesados consejos de ministros tan serviles como ávidos de poder. Aunque falten las referencias teológicas, se mantiene el esquema, ya aparentemente desacralizado de paraíso-pecado-redención. Además, la caída, al igual que en la obra de Campanella, se debe a la maldad y ambición de los gobernantes. Estas ideas, expresadas ya en 1798 por fray Miguel de Santander
[2], alcanzan su más extensa y documentada formulación en la obra de Francisco Martínez Marina, de la que Unamuno afirma de manera esclarecedora:

“El Dos de Mayo es en todos los sentidos la fecha simbólica de nuestra regeneración, y son hechos que merecen meditación detenida, hechos palpitantes de contenido, el de que Martínez Marina, el teorizante de las Cortes de Cádiz, creyera resucitar nuestra antigua teoría de las Cortes mientras insuflaba en ella los principios de la Revolución francesa, proyectando en el pasado el ideal de porvenir de entonces, el que un Quintana cantara en clasicismo francés la guerra de la Independencia y a nombre de la libertad patria, libertad del 89, y otros hechos de la misma casta que éstos”
[3].

Aporta Martínez Marina una cantidad ingente de documentos para sustentar la teoría de que las leyes antiguas consagraban la libertad del pueblo. Se remonta en este empeño hasta el sistema político de los antiguos iberos, tal como nos es conocido a través de los autores clásicos, y se detiene con deleitosa morosidad en los tiempos visigóticos y altomedievales. El derecho romano, que comienza a imponerse en la Baja Edad Media, corrompe el derecho antiguo y sustenta el despotismo de los príncipes, que impera triunfante tras la derrota de las ciudades castellanas en Villalar. Hay un aliento prerromántico en esta glorificación de los tiempos antiguos y medievales, en la condena, en nombre de la libertad, de la unificación romana y de la monarquía moderna. Martínez Marina mira al pasado y concibe una nación española preexistente, en constante lucha contra el despotismo. Nos hallamos al leerle en las antípodas del cosmopolitismo ilustrado que informa las obras de Condorcet y Paine. La noción de progreso parece que le es totalmente ajena:

“... demos al pueblo todo lo que le pertenece, todo lo que le otorgan las leyes de la naturaleza y de la sociedad, y al Rey, honor, veneración y la necesaria autoridad soberana para gobernar conforme a las leyes establecidas. Lo más ya está hecho: el magnífico edificio construido sobre cimientos firmísimos se halla levantado: nada falta sino darle la última mano, recorrerle y perfeccionarle.
Practicadas tan importante operaciones y, agotados ya todos los recursos de la prudencia y sabiduría, establézcase con acuerdo y consentimiento de los ciudadanos una ley cuyo objeto sea hacer la constitución invariable y eterna”
[4]

La perfección está pues al alcance de las sociedades humanas. Una vez conseguida el único camino razonable es cerrar el paso a toda alteración. En la mentalidad de Martínez Marina no queda lugar para lo nuevo, para la irrupción de lo inesperado; el futuro no es más que la recuperación de un pasado mítico, la restitución de la constitución de nuestros antepasados corrompida por la ambición y la codicia de los poderosos. Éste es el auténtico pecado original —la malicia de los gobernantes, en palabras de Campanella—, la causa que nos mantiene alejados del paraíso.

Thomas Paine ya había expresado escepticismo ante la idea de que el pasado pudiera mostrar modelos para el futuro:

“El hecho es que las partes de la antigüedad, al demostrarlo todo, no establecen nada”
[5].

El fundamento de los derechos del hombre no había, en su opinión, de buscarse en remotas leyes o costumbres, sino que se halla inscrito en la propia naturaleza humana:

“cada historia de la creación y cada relato de la tradición, sean del mundo culto o del inculto, todas están de acuerdo en establecer una cosa: la unidad de los hombres, con lo cual me refiero a que los hombres son todos de una categoría, y en consecuencia que todos los hombres nacen iguales, y con iguales derechos naturales, de la misma forma que si la posteridad se hubiera continuado por creación en lugar de por generación, pues esta última es el único modo de que se perpetúe la primera; y en consecuencia, todo niño nacido en este mundo debe considerarse como si hubiera derivado su existencia de Dios. El mundo le resulta tan nuevo como al primer hombre que existió, y su derecho natural en él es del mismo género”
[6].

La pretensión de raíz platónica de una constitución eterna e invariable, le hubiera parecido un atentado contra los derechos de las generaciones por venir:

“El principio ilustrador y divino de la igualdad de derechos del hombre (pues tiene su origen en el Creador del hombre) no se refiere sólo a los individuos vivientes, sino a las generaciones sucesivas de hombres. Cada generación tiene iguales derechos que las generaciones que la precedieron, conforme a la misma norma de que cada individuo nace con los mismos derechos que sus contemporáneos”
[7].

Esta idea de la igualdad de derechos entre las generaciones recuerda el rechazo de Jovellanos a que se sacrifique a los seres humanos actuales en provecho de los venideros. La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793 se expresa en parecidos términos en su artículo 28:

“Un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede sujetar a las generaciones futuras a sus leyes”
[8]

En esta perspectiva, al igual que en la de Condorcet, el futuro se muestra abierto. Cada generación hará en él lo que le plazca, por más que la confianza en la perfectibilidad humana haga suponer que cada una alcanzará un grado de felicidad superior al de las que la precedieron
[9]. Pero este optimismo para mantenerse no puede dejar de contemplar el pasado. No busca en él el mito de una feliz Arcadia o de una constitución perfecta, sino la evidencia de que el género humano efectivamente ha progresado, lo que alimenta la consoladora convicción de que cualquier tiempo pasado fue peor. Martínez Marina, por el contrario, imbuido de platonismo y de apasionado amor a una época medieval que se le antoja heroica, busca incansable en vetustos documentos de edades pretéritas el arquetipo de una constitución nacional, el testimonio de una libertad perdida. Parecería que este empeño le debería aproximar a Jovellanos, sereno admirador del sistema constitucional inglés, sin embargo hay algo que marca una insalvable diferencia entre los dos ilustres pensadores asturianos. Jovellanos es aristocrático y conservador, mientras que Martínez Marina se presenta como popular y progresista. El primero, enemigo de toda alteración violenta, intenta hallar en el pasado las tradiciones que constituyen la forma específica del ser nacional, pero con idea de transformarlas, de adecuarlas a las exigencias de los tiempos; el segundo, en cambio, recrea un mundo ideal, cuya reconstrucción muestra como posible. Jovellanos se aferra, quizá con excesiva fuerza, a la realidad. Martínez Marina se eleva a la inmutable esfera de las ideas. Mientras el primero confía en una evolución paulatina de las viejas instituciones, el segundo busca la implantación íntegra de una constitución mítica.

El particularismo de Martínez Marina corre parejo con su idealización del medievo y, en definitiva, con lo que Condorcet definió como:

“la idea tan falsa y tan funesta de la decadencia del género humano y de la superioridad de los tiempos antiguos”
[10].

El progresismo del mentor del liberalismo exaltado se revela como espurio, más orientado al pasado que al futuro, más deudor de Platón que de Condorcet y, en último término, más retrógrado que el conservadurismo de Jovellanos.

[1] CONDORCET. Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid. Editora Nacional. 1980. p. 82 -83.
[2] SANTANDER, Fray Miguel de. "Carta de un religioso español, amante de su patria, a otro religioso amigo suyo sobre la constitución del reino y abuso del poder". En ELORZA, Antonio (ed.) Pan y Toros y otros papeles sediciosos del siglo XVIII. Madrid. Ayuso. 1971. p. 99 - 110.
[3] UNAMUNO, Miguel de. En torno al casticismo. Madrid. Espasa Calpe. 1991. p. 39.
[4] MARTÍNEZ MARINA, Francisco. Teoría de las Cortes. Discurso preliminar. Madrid. Editora Nacional. 1979. p 129, 130.
[5] PAINE, Thomas. Derechos del hombre. Madrid. Alianza Editorial. 1984. p. 63.
[6] Ibidem. p. 63-64.
[7] Ibidem. p. 63.
[8] ARTOLA, Miguel. Los derechos del hombre. Madrid. Alianza Editorial. 1986. p. 110.
[9] La fe en el progreso no excluye, sin embargo, la posibilidad de duraderos retrocesos. Así se expresa Condorcet al referirse a la Alta Edad Media:
“veremos cómo el espíritu humano desciende rápidamente de la altura a que se había elevado, y cómo la ignorancia trae consigo, aquí la ferocidad, en otras partes una crueldad refinada y, por doquier la corrupción y la perfidia”.
CONDORCET. Op. cit. p. 145.
Otro tanto cabe decir de su valoración de la civilización árabe, hundida, según él, en la ignorancia tras unos inicios espléndidos.
[10] Ibidem. p. 144

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Por caminos de progreso

La degradación del bosque amazónico: una amenaza global

El octavo círculo: la orquesta de mujeres de Auschwitz