Presencia de Utopía

Tenemos los seres humanos la costumbre de acotar el constante fluir del tiempo en eras, edades y siglos. Las fechas dejan a menudo de ser jalones sobre los que situar los acontecimientos de la vida y de la historia, para convertirse en lindes que separan períodos, cada uno de los cuales se nos revela dotado de unas características que lo diferencian de los demás y le confieren una personalidad propia.

Tan humana manía, que sin duda obedece a nuestra necesidad de hacer inteligible el mundo para así poder modificarlo, conduce a que en estos años primiseculares nos interroguemos sobre los rasgos distintivos de un siglo XX hace poco abandonado. Cada cual, según su talante, resaltará unos u otros aspectos. Algunos señalarán que los avances científicos y técnicos no sólo han permitido prolongar la vida humana, sino que han hecho que con menor cantidad de trabajo seamos capaces de producir una cantidad de bienes incomparablemente superior a la que podía obtener cualquier sociedad del pasado. Añadirán, incluso, que gozamos de un grado de libertad nunca hasta ahora conocido. Objetarán otros que en vastas regiones del mundo reinan la miseria y la injusticia, y que nuestro afán por aumentar la producción pone en grave riesgo el equilibrio natural, y vaticinarán inminentes desastres si no ponemos coto al despilfarro. No faltarán quiénes hallen en nuestra opulencia la causa de la pobreza ajena.

En nuestro siglo se ha desarrollado enormemente la capacidad humana para utilizar las fuerzas de la naturaleza. Otro asunto, cuya importancia estamos lejos de negar, pero en el que por ahora no vamos a entrar, es el juicio moral que nos merezca el uso que de tal capacidad se ha hecho. También, y en este caso con resultados inequívocamente siniestros, se han realizado los primeros intentos conscientes a gran escala de construir una sociedad utópica. Fracasó el nazismo y dejó tras sí un abominable reguero de crímenes. El hundimiento de lo que alguien en tiempos no muy lejanos dio en llamar socialismo real ha mostrado la magnitud del desastre originado por el otro gran ensayo utópico de nuestro tiempo.

La utopía, empero, sigue gozando de prestigio. Sus partidarios, a menudo intelectuales progresistas de Europa Occidental, reniegan de Hitler, ofendidos de que alguien pueda asociarlos a ellos, consumidos por puros anhelos de justicia e igualdad, con el delirio milenarista del vesánico caudillo alemán. Más embarazosa es la cuestión del comunismo: Stalin, Mao y Pol Pot hace tiempo que perdieron toda capacidad de seducción, pero ahí está ese sujeto pintoresco que se hace llamar con enternecedora humildad subcomandante Marcos —a quien suponemos secundado por una escogida cohorte de vicecapitanes, cuasitenientes, semisargentos y hemicabos— para alimentar la fe de todos aquellos que creen posible e incluso deseable edificar la Ciudad del Sol. No faltan siquiera quienes muestran una bobalicona admiración hacia Fidel Castro o sienten nostalgia por el ilustre guerrillero, auténtico superhombre siempre dispuesto a acudir con su fusil en auxilio de los oprimidos doquiera éstos se encontraran y quisieran o no ser ayudados, comandante Che Guevara. El dictador cubano puede sumir a su país en la miseria, incluso convertirlo en un gigantesco burdel —por cierto, creo que justamente de eso acusaban los revolucionarios a Batista—; no importa, pues ya se sabe que la culpa de todos los males la tiene el imperialismo norteamericano. Es en la luminosa esfera de las ideas donde los utopistas quieren ser juzgados, no en este sombrío mundo sublunar que se obstina en conservar la imperfección. Con perspicaz sentido crítico, los comunistas más o menos vergonzantes desenmascararán las supercherías de lo que agudos progresistas han dado en llamar pensamiento único, colgarán a sus adversarios el sambenito de neoliberales —hermoso e innovador insulto que ha venido a ocupar el lugar del anticuado socialfascistas— y acto seguido creerán sin el menor asomo de discusión todo lo que les cuenten el subcomandante enmascarado o el comandante de la barba florida. La realidad, contra lo que pueda creerse, es mucho menos tozuda que las ideas. El idealista siempre hallará una justificación para sus creencias en la evidente injusticia del mundo, pero si por azar, accidente, o quién sabe si por momentánea debilidad mental de sus adversarios, se encuentra con la posibilidad de llevarlas a la práctica, el subsiguiente fracaso no le mostrará su error. Al contrario, lo interpretará como una muestra de la maldad y del poder de sus enemigos, lo que le reafirmará en sus íntimas convicciones, y le dará fuerzas para proseguir la lucha de una manera más enérgica.

Contra lo que ingenuamente pudiéramos suponer, el utopismo no nace de la aspiración a un mundo mejor. Si así fuera, todos seríamos partidarios de algún tipo de utopía, puesto que no cabe pensar que alguien en su sano juicio pueda desear un mundo peor. El utopismo surge de un rechazo absoluto del presente, visto siempre como etapa de suprema degradación moral. Esta negación se une a la construcción de un pasado mítico en que habrían reinado la igualdad y la perfecta comunión entre los hombres y la naturaleza. Es este pasado que sólo existe en su calenturienta imaginación, lo que el utopista aspira a convertir en futuro. Por eso cualquier reforma es para él un obstáculo en el camino hacia la sociedad perfecta, puesto que se encamina a mejorar y, por tanto, perpetuar un presente definido a priori como injusto. El utopista, que se ve por otra parte a sí mismo como arquetipo del pensamiento crítico, cree ciegamente en el Jardín del Edén, pero no se siente afectado por el pecado original. Se considera expulsado del paraíso a causa de faltas ajenas, y está dispuesto a pagar la readmisión mediante el exterminio de los pecadores. El utopista, en suma, anhela la suspensión del tiempo y el aniquilamiento de la conciencia individual, sumergida en un todopoderoso ser colectivo, pero este deseo supone, como apuntó Kant en 1786, la renuncia a la libertad:

“la salida del hombre del paraíso que su razón le presenta como primera estación de la especie no significa otra cosa que el tránsito de la rudeza de una pura criatura animal a la humanidad, el abandono del carromato del instinto por la guía de la razón, en una palabra; de la tutela de la Naturaleza al estado de libertad”
[1].

Es el estado de libertad, con su inevitable secuela de incertidumbre y soledad, lo que espanta al utopista. El mismo Kant nos da pistas sobre el origen de la añoranza del paraíso y nos avisa de la imposibilidad de recuperarlo:

“la dureza de la vida, con frecuencia le fabricará [al hombre] el espejismo de un paraíso donde poder soñar y retozar en tranquilo ocio y constante paz. Pero entre él y ese oasis de delicia se interpone la afanosa e incorruptible razón, que le apremia el desarrollo de las capacidades en él depositadas y no permite que vuelva al estado de rudeza y de sencillez de donde le había sacado”
[2].

Naturalmente, el afán utópico, aunque en siglos pasados no haya alcanzado las proporciones aterradoramente apocalípticas del presente, no ha nacido en nuestro tiempo, sino que cuenta con una larga tradición. Tampoco son de ahora los intentos de edificar una sociedad perfecta en la que imperen la paz y la justicia. Por cierto, ¿podemos imaginar algo más pacífico y justo que un cementerio?


[1] KANT, E. Comienzo presunto de la historia humana, en Filosofía de la historia. Madrid. F.C.E. 1981.
p 77 - 78.


[2] Ibidem. p. 77.

Comentarios

  1. Yo personalmente no creo en una utopía liderada por ningún mandatario o agitador de masas , pero sí, en la que podemos crear individualmente como base a nuestras ilusiones.
    La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? para eso , sirve para caminar.(Eduardo Galeano)

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  2. Creo que tú te refieres a un simple deseo de mejorar al mundo. Eso es algo en lo que casi todos coincidimos, aunque discrepemos a menudo en las características que debiera tener ese mundo mejor. Dicho de otra manera: la mayoría de los seres humanos aspiramos a la libertad, a la justicia y a la felicidad, aunque por lo general no estemos de acuerdo en lo que significan dichos conceptos. El utopista, en cambio, no desea un mundo mejor, sino que cree posible un mundo perfecto. En su visión hay un salto de lo cuantitativo hasta lo cualitativo. La Utopía no exige mejorar el mundo, sino destruirlo para edificar un mundo nuevo.

    Francisco Javier Bernad Morales

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  3. Sí , creo que tienes razón. A lo que yo me refería como utopía personal , no son más que los ideales que cada uno podamos tener sobre la felicidad del mundo en el que vivimos.
    Los utopistas , intentan imponer sus sueños o teorías sobre un mundo perfecto, al resto de la sociedad. Ellos intentan romper esquemas anteriormente establecidos, para llevar a cabo los suyos.
    Te felicito por tu blog , caí en él por casualidad, pero es un placer leerlo.

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  4. Veo que estamos de acuerdo. Copio las palabras con que Jorge Rodolfo Wilcock abre la Sinagoga de los iconoclastas:
    “Los utopistas no reparan en medios; con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a matarle, torturarle, incinerarle, exiliarle, esterilizarle, descuartizarle, lobotomizarle, electrocutarle, enviarle a la guerra, bombardearle, etcétera: depende del plan”.
    Muchas gracias por tus elogios

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