Varsovia



No es, desde luego, una ciudad bella. Tras acomodarme en el hotel y después de una comida, que yo hubiera querido más ligera, decidí pasear hasta la orilla del Vístula. No sé si tendrá que ver el hecho de haber nacido en Madrid, regada, si cabe emplear tal verbo en este caso, por el humilde Manzanares, pero los grandes ríos ejercen sobre mí una irresistible atracción, un poder fascinador en el que cuando aún era niño −recuerdo haberlo sentido a orillas del Ebro y del Duero− se mezclaba un sentimiento mezcla de temor y de respeto. Obviamente no había prestado atención a la escala del plano, pues el camino fue mucho más largo de lo previsto. Me deparó, eso sí, la oportunidad de atravesar una vasta zona del centro y de pasar junto al gigantesco Palacio de la Cultura y de la Ciencia y también frente al un tanto descuidado palacete que alberga el museo de Chopin. La primera impresión fue la de que se trataba de una ciudad caótica, de un urbanismo disparatado, en la que edificios vanguardistas alternaban con pretenciosas y frías muestras de arquitectura socialista, y con bloques de viviendas de aspecto pobre y triste. La reconstrucción de la ciudad tras la guerra, quizá se hubiera realizado con cierta meticulosidad en la parte más antigua, en los alrededores de las plazas del mercado de la Ciudad Vieja y de la Ciudad Nueva, pero el resto, no sé si por falta de dinero o de interés, o por alguna consideración de tipo político, mostraba la ausencia de una planificación mínimamente coherente.

Al fin, el Vístula y con él una pequeña decepción. Lo había imaginado más ancho, más caudaloso. No me entiendan mal. Es un gran río, lo que ocurre es que mi fantasía lo había agrandado hasta darle casi las dimensiones del Danubio. No se piense que me faltaban razones para ello, pues en mi mente el Vístula aparecía envuelto en una poderosa aura épica. En el verano de 1944 las tropas soviéticas, mandadas por el general Rokossovski, se aproximaban ya a la orilla derecha del río. Aquel fue el momento elegido por el Ejército Patriótico, la principal organización de la resistencia, para lanzarse a un intento de liberar la ciudad. Pronto los rebeldes se hicieron con el control de algunos barrios, pero entonces tuvo lugar una de las muchas traiciones que han marcado la historia de Polonia. Stalin dio orden a sus ejércitos de que no cruzaran el río, de que no acudieran en socorro de los polacos y Rokossovski −polaco de origen− permaneció impasible, dicen que disconforme aunque obediente, mientras los nazis recuperaban el control de la ciudad a medida que la destruían. La represión fue terrible, pero la tenacidad y heroísmo de los combatientes hizo que después de tres meses de lucha, los insurrectos alcanzaran condiciones honrosas de rendición. Mientras, en la Polonia liberada −es un decir− por los soviéticos, la NKVD desarmaba a los resistentes y en algunos casos los ahorcaba o los fusilaba, y en otros los enviaba a campos de concentración, al Gulag del que Rokossovski había salido en 1940 por orden de Stalin −el mismo que lo había enviado allí en 1937− para ocupar un alto puesto en el ejército.

Luego, tras la aniquilación física, vino el intento de acabar con la memoria. La magnificación por las nuevas autoridades de una apenas existente resistencia comunista al nazismo y la difamación del Ejército Patriótico, presentado como una organización colaboracionista. En el camino de regreso presté más atención a algo que ya me había sorprendido a la ida: el gran número de placas que, con velas encendidas y flores, rinden en todas partes homenaje a los combatientes del levantamiento. Al llegar al Palacio de la Cultura y de la Ciencia me desvié hacia el norte para internarme en otro escenario heroico, para recorrer las calles del gueto. Nada queda del lugar donde miles de judíos sin apenas medios de defensa se enfrentaron durante tres meses, entre enero y abril de 1943, a las fuerzas nazis. Su suerte fue aún peor que la de los miembros del Ejército Patriótico, pues aquí no hubo el más mínimo rastro de piedad. El mal alcanzó la más absoluta de las victorias y la muerte quedó como única señora del lugar. La judería polaca pereció en las cámaras de gas y también aquí, en el gueto, luchando no ya por salvar una vida que se sabía perdida, sino por mantener la dignidad, por manifestar al mundo que, dijera lo que dijera la propaganda nazi, nada ni nadie podía excluirles del género humano. No es posible atravesar esas calles sin sentir el corazón oprimido por la angustia, sin escuchar los gemidos de las víctimas y sin experimentar un inmenso asco, una terrible náusea, nacida del rechazo al horror pasado, pero también del temor a que se repita, pues el mal sigue ahí, y en cualquier momento puede resurgir y adueñarse de las conciencias.

En los días siguientes disfruté de los magníficos y realmente hermosos parques de la ciudad: el Jardín Sajón, el Botánico, Lazienki, Wilanow..., en muchos casos auténticos bosques, apenas imaginables para alguien, como yo, procedente de la meseta castellana. Además, y esto es lo realmente importante, a cada momento sentí aumentar mi simpatía y admiración por los polacos. Me enternecía el orgullo con que aquel pueblo tan maltratado honraba a sus héroes: las muestras de cariño que rodeaban los monumentos al mariscal Pilsudski, el vencedor del Ejército Rojo, al soldado desconocido o a los cientos de hombres y mujeres muertos en la lucha contra los nazis. También la devoción con que tantos transeúntes hacían un alto en el camino y entraban durante unos minutos a rezar en cualquiera de las numerosas iglesias. Pero el recuerdo más entrañable es el de una anciana que se detuvo ante la estatua del cardenal Wyszynski y musitó una oración en la que creí reconocer el Padre Nuestro. Creo que esa simple acción de una mujer anónima simboliza la voluntad de todo un pueblo de vencer al totalitarismo. Nunca podremos saldar nuestra deuda con Polonia, con su formidable contribución a la derrota del nazismo y del comunismo.


Francisco Javier Bernad Morales

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