La carga del hombre blanco

Charla a un grupo de alumnos de 4º curso de ESO en el IES Velázquez (Móstoles) el 21 de febrero de 2022.

Desde noviembre de 1884 hasta febrero de 1885 se reunieron en Berlín representantes de doce países europeos más Estados Unidos y el Imperio Otomano con el objetivo de «regular las condiciones más favorables para el desarrollo del comercio y la civilización en ciertas regiones de África», además de asegurar la libre navegación por las cuencas de los ríos Congo y Níger. En realidad, lo que se establece son las normas que regirán la expansión europea desde los establecimientos costeros hacia los territorios aún escasamente explorados del interior. En definitiva, se trata de un acuerdo para el reparto de África entre las potencias coloniales, en el que en ningún modo se tienen en cuenta los deseos de esos habitantes a los que supuestamente se planea civilizar.

Veinte años después, en 1904, se produjo una rebelión del pueblo herero en el África Sudoccidental Alemana, la actual Namibia. De combatirla se encargó el general Lothar von Trotha, quien afirmó que los hereros debían ser eliminados o, si esto no era posible, al menos expulsados del país. En consecuencia, los hereros fueron empujados hacia el desierto, en el que se habían envenenado los pozos de agua. Murieron entre el 50 y el 70% de ellos. Los namas, poco después, corrieron una suerte similar. En el Congo, que no tenía el estatus de colonia, sino de propiedad personal del rey Leopoldo II de Bélgica, este, con la colaboración del famoso explorador Henry Morton Stanley, impuso para enriquecerse un régimen de esclavitud y terror a fin de forzar a los nativos a proporcionar marfil y otras materias primas. Aunque se puede decir que son dos casos extremos de brutalidad, todas las potencias europeas actuaron con el mismo desprecio por la vida y la dignidad de los africanos. Estos eran considerados salvajes e incluso se llegaron a crear en Europa supuestos poblados en los que se instalaba a indígenas traídos de las colonias para que los habitantes de las ciudades occidentales pudieran disfrutar contemplándolos, del mismo modo que en el zoo admiraban a los animales de los trópicos. Así se hizo, por ejemplo, en la exposición colonial celebrada en 1907 en el Jardín de Agricultura Tropical del Bois de Vincennes en París[1]. Meses antes el pigmeo Ota Benga, por iniciativa de Madison Grant, un influyente abogado del que pronto hablaremos, había sido exhibido junto a los monos en el zoológico del Bronx en Nueva York.

Las relaciones de los europeos y sus descendientes con las poblaciones de otros continentes estuvieron siempre marcadas por la arrogancia, en ocasiones teñida de condescendencia y a menudo impregnada de indisimulada crueldad. El 31 de mayo de 1848, cuando Puerto Rico era aún territorio español, Juan Prim, capitán general de la isla, promulgó el bando conocido como Código Negro en el que, junto a penas especialmente severas, como la de muerte o la amputación de una mano, establecía que todos los delitos cometidos por negros, independientemente de que estos fueran libres o esclavos, serían juzgados por un consejo de guerra. El preámbulo exponía los motivos que justificaban la medida, entre los que señalaba la ferocidad estúpida de la raza africana, que se entrega a los sentimientos que le son naturales; el incendio, el asesinato y la destrucción. En este punto conviene que recordemos que España mantuvo la esclavitud en Puerto Rico hasta 1873 y en Cuba hasta 1886; también que esta fue la base sobre la que amasaron sus fortunas, entre otros, el marqués de Comillas, la familia Goytisolo o el político Francisco Romero Robledo, ministro en seis ocasiones entre 1872 y 1896.

Este menosprecio no se limitaba a los clasificados como salvajes, sino que se extendía a todos los pueblos ajenos a la cultura europea, incluso a aquellos, como los de la India, dotados de una antigua civilización. Tampoco era privativo del trato de las metrópolis con sus colonias, sino que asimismo se hallaba presente en la deportación y confinamiento en reservas de los indígenas de Estados Unidos, en la política similar desarrollada por Argentina en su expansión hacia la Pampa y la Patagonia o en los intentos de Perú, Colombia o Brasil por implantar un control efectivo sobre la Amazonia. En 1830 el Reglamento para los Gobernadores de Maynas (Perú) describe a los indígenas amazónicos como reacios al trabajo, motivo por el cual: «viven desnudos, entregados al ocio y a la más espantosa miseria de que proviene su ninguna civilización y su desdichada muerte porque se alimentan de reptiles venenosos y frutas montaraces y dañosas…»[2].

Obviamente los indígenas conocían las plantas y animales de la selva mucho mejor que cualquier criollo de Lima, pues de otra manera no habrían sobrevivido durante generaciones, pero las autoridades, con el pretexto de civilizarlos, estaban decididas a arrebatarles sus tierras y obligarlos a trabajar para los blancos. Para los europeos y sus descendientes, la Amazonia, las Grandes Llanuras, la Pampa, el interior australiano o la cuenca del Congo eran espacios repletos de unas riquezas a las que sus atrasados habitantes eran incapaces de sacar provecho.

Hacia 1900 los blancos controlaban la mayor parte del planeta. Su expansión se había iniciado en el siglo XV, cuando los navegantes portugueses se lanzaron a explorar la costa africana en el intento de abrir una ruta marítima hacia las riquezas de oriente y dio lugar a la formación de grandes imperios, como el español, pero durante mucho tiempo la presencia europea en los territorios conquistados fue escasa. La población de las metrópolis, con elevadas tasas de mortalidad agravadas frecuentemente por epidemias y hambrunas, crecía muy lentamente o incluso en períodos críticos disminuía. Por eso las autoridades eran reacias a permitir la marcha de sus súbditos hacia los territorios de ultramar. La situación cambió cuando comenzaron a sentirse los efectos de la Revolución Industrial. Los avances técnicos en la construcción de maquinaria, en la utilización de nuevas fuentes de energía y en la organización del trabajo, permitieron que se levantaran grandes fábricas; en tanto que cambios en las formas de explotación y tenencia de la tierra provocaron el éxodo de campesinos hacia los nuevos centros fabriles, donde se hacinaron en barriadas insalubres, sometidos a trabajos precarios y mal pagados con larguísimas jornadas laborales, a las que ni siquiera escapaban los niños, ya que a menudo su aportación era necesaria para el sustento de la familia. Eran unas condiciones de vida miserables en las que florecían la delincuencia, el alcoholismo y la prostitución. Por otra parte, la difusión de las vacunas y la mejora de las condiciones higiénicas, aunque esta solo afectó en un principio a sectores sociales acomodados, permitieron el descenso de la mortalidad y, con ello, el aumento de la población. En estas circunstancias, la emigración apareció como una válvula de escape que permitía aliviar las tensiones sociales. Otras circunstancias, como la gran hambruna irlandesa a mediados del siglo XIX, que causó alrededor de un millón de muertos, o las persecuciones contra los judíos en el Imperio Ruso, estimularon el deseo de emigrar. Al factor demográfico se añade que la industria precisaba abastecerse a bajo precio de materias primas que a menudo, como el algodón, no podían producirse en la metrópoli; y también buscaba mercados en los que colocar, a ser posible sin competencia, los productos manufacturados. Todos estos cambios se produjeron en primer lugar en Gran Bretaña y Bélgica, y luego se extendieron hacia el resto de Europa, llegando tardíamente a los países mediterráneos y del este.

Mientras que los países tropicales se convirtieron en fuente de aprovisionamiento de materias primas tales como oro, marfil, caucho o algodón, y mercados cautivos obligados a abastecerse de los productos manufacturados de las respectivas potencias colonizadoras; los de clima templado, tanto si habían alcanzado la independencia como si formaban parte de los grandes imperios, se convirtieron en receptores de la emigración europea. Es el caso, entre otros, de Estados Unidos, Argentina, Argelia, Sudáfrica o Australia. 

Como es natural, todos estos territorios tenían sus propios habitantes, quienes fueron sometidos y expoliados. Donde la población blanca fue escasa, esta se impuso gracias a su superior equipamiento tecnológico y a su capacidad para aprovechar y agudizar las enemistades entre los diferentes grupos étnicos locales, así como para corromper a ciertos dirigentes tradicionales. El resultado fue que los indígenas, carentes de derechos, quedaron sometidos a un régimen de terror, sujetos al trabajo forzoso para los administradores blancos. El juez Carlos Valcárcel investigó en 1911 los malos tratos infligidos a los indígenas por la empresa Peruvian Amazon Company, propiedad de Julio César Arana y dedicada a la explotación del caucho en la Amazonia peruana. Pudo documentar numerosos asesinatos, flagelaciones y torturas, pero cuando intentó procesar a los responsables fue apartado del caso y, ante las amenazas, hubo de refugiarse en Panamá, en tanto que Arana fue elegido senador. 

En todas las tierras colonizadas cualquier forma de resistencia era aplastada de forma brutal, como ya se ha visto en el caso de los hereros y los namas en el África Sudoccidental Alemana. Métodos como  la reclusión de los campesinos en campos de concentración alejados de sus tierras de cultivo para impedir que dieran apoyo a los rebeldes, fueron empleados por España en Cuba, por Gran Bretaña en Sudáfrica o por Italia en Libia. En todos los casos se saldaron con una mortalidad elevada a causa de la desnutrición, el hacinamiento y las pésimas condiciones sanitarias. Esta forma de actuar se mantuvo incluso a mediados del siglo XX. El recurso a la tortura y al asesinato fue la norma de la actuación europea en los conflictos coloniales. Así procedieron los Países Bajos en Indonesia de 1945 a 1949, el Reino Unido en Kenia frente a la guerrilla Mau Mau entre 1952 y 1960, o Francia en la guerra de Argelia. En octubre de 1961 una manifestación pacífica de argelinos en París desembocó en una represión policial que posiblemente causó más de doscientas muertes, aunque no se puede precisar una cifra exacta, pues se hizo desaparecer a numerosos cadáveres, algunos de los cuales aparecieron en los días siguientes flotando sobre el Sena.

Los Estados Unidos fueron durante el siglo XIX y primeras décadas del XX uno de los grandes receptores de inmigración europea, un proceso que se imbrica con una expansión hacia el oeste, que conlleva el desplazamiento forzoso de la población indígena a la que se confina en reservas situadas en territorios inhóspitos. De esta forma se liberaron enormes extensiones de tierras que fueron entregadas a colonos blancos para su aprovechamiento agrícola o ganadero. Algo similar ocurrió en Argentina, donde las campañas del Desierto entre 1878 y 1885, condujeron igualmente a la deportación de los pueblos mapuche, pampa, ranquel y tehuelche. 

El sometimiento de las poblaciones de color se justificó recurriendo a teorías que en su momento gozaban de respetabilidad, tales como el racismo científico, el darwinismo social y la eugenesia. El primero fue expuesto por el francés, Joseph Arthur de Gobineau, quien en 1853 publicó el Ensayo sobre la desigualdad entre las razas humanas. En esta obra sostenía que la humanidad está biológicamente dividida en razas cuyas diferentes capacidades intelectuales y distintos temperamentos, permiten jerarquizarlas. El lugar inferior lo ocuparían los negros, a los que califica como de intelecto limitado; por su parte los amarillos tienen poca energía física y tienden a la apatía; a los blancos en cambio, naturalmente Gobineau era blanco, les correspondía la cumbre, ya que poseían una energía reflexiva[3]. Por su parte, los estudios filológicos habían mostrado el parentesco entre un vasto grupo de lenguas habladas desde el occidente de Europa hasta la India, las que ahora llamamos indoeuropeas. De ahí se concluyó que todas ellas descendían de un mismo idioma, que se supuso era el de los antiguos arios. Estos habrían sido el elemento creativo que había dado lugar a las civilizaciones india, irania, griega y romana, antes de degenerar al mezclarse con pueblos inferiores de piel oscura. Influido por las ideas de Gobineau, el estadounidense Madison Grant, ya mencionado a propósito de Ota Benga, publicó en 1916 un libro titulado La muerte de la gran raza o la base racial de la historia europea, en el que sostenía que los nórdicos rubios, de ojos azules y dolicocéfalos son los descendientes más puros de los arios, aunque se hallan en peligro debido al mestizaje. De esta forma establecía también una gradación entre los blancos, ya que los clasificados como mediterráneos o alpinos quedaban relegados a un lugar inferior.

Por otro lado, el darwinismo social, desarrollado por el británico Herbert Spencer, sostenía que la sociedad, al igual que la naturaleza, está sometida a un proceso de selección cuyo motor es una lucha despiadada por la vida en la que sobreviven los más aptos. El sometimiento de los débiles y eventualmente su exterminio no constituiría, por tanto, un problema ético, sino un proceso tan natural como la muerte en las garras de un león de una gacela coja. Las implicaciones políticas de esta concepción son obvias. Si pensamos que la miseria se deriva de unas condiciones sociales injustas, lucharemos por cambiarlas; en cambio si la percibimos como fruto de la desigualdad biológica entre las personas, aceptaremos como legítimo el dominio de los considerados superiores, es decir, de quienes han triunfado en la lucha por la vida y daremos por buenos los medios con los que han logrado imponerse. Si determinadas personas son ricas y poderosas, eso se debe a que su inteligencia, su perseverancia y su fuerza de carácter, los hacen superiores al resto. Por el contrario, quienes caen derrotados en la lucha son gentes de poco carácter o escasa inteligencia, son esos a quienes Donald Trump, y tantos otros, se refieren despectivamente como perdedores. Las políticas sociales encaminadas a protegerlos tan solo conseguirán que sus rasgos negativos se transmitan a sus descendientes, lo que debilitará a la sociedad. En palabras de Madison Grant: «

Las leyes de la naturaleza exigen la eliminación de los no aptos, y la vida humana solo es valiosa cuando ofrece alguna utilidad para la comunidad o para la raza»[4].

Íntimamente relacionadas con el racismo y el darwinismo social, las teorías eugenésicas sostienen que es posible y deseable mejorar los rasgos hereditarios humanos mediante una adecuada política reproductiva. Se trata ni más ni menos que de aplicar con los seres humanos técnicas utilizadas en la cría de animales. Estas ideas, aunque tienen precedentes muy antiguos, entre ellos Platón, fueron expuestas en forma científica por el británico Francis Galton. Le preocupaba el hecho de que lo que se denominaba clases bajas, es decir, en su época fundamentalmente los habitantes de las barriadas industriales y los pobladores de las colonias, tuvieran más descendencia que las altas, lo cual a la larga provocaría la degeneración de la sociedad, al multiplicarse los rasgos genéticos indeseables. Para evitar ese peligro, proponía incentivar a los jóvenes más capaces, que, como buen darwinista social, identificaba con los de familias acomodadas, para que tuvieran el mayor número posible de hijos, y al mismo tiempo, evitar la reproducción de quienes muestran rasgos desfavorables. Fruto de estas ideas, que tuvieron numerosos seguidores entre políticos y científicos, fue la aprobación en muchos países europeos y americanos de leyes de esterilización forzosa para quienes presentaban determinadas patologías físicas o mentales, o cuyo comportamiento era considerado peligroso para la sociedad.

Las víctimas de las políticas inspiradas por el racismo, el darwinismo social y el eugenismo, fueron tanto los grupos sociales más desfavorecidos de las metrópolis, aquejados por el desempleo, el trabajo precario y el difícil acceso a la educación, como los pueblos sometidos de las colonias y las comunidades aborígenes y afrodescendientes de América del Norte y del Sur, Australia y sur de África, así como ciertas minorías en Europa, tales como los samis de los países escandinavos y los gitanos. Inspiraron por último, la política racista y expansionista del III Reich, incluido el intento de exterminio del pueblo judío.

Hace tiempo que aquellas teorías perdieron todo prestigio científico, pero eso no significa que hayan desaparecido. Es algo que no debe sorprendernos en un mundo en el que aún mucha gente, contra toda evidencia, sostiene que la Tierra es plana y en el que aumenta el número de los contrarios a la vacunación. Las redes sociales ofrecen un medio idóneo para difundir toda clase de ideas absurdas y contactar con gentes que las sostienen, lo que da lugar a que se formen comunidades de personas con una mismas opiniones y creencias, cuyos prejuicios se refuerzan mutuamente. Se genera así un caldo de cultivo en el que crece un cada vez más desafiante supremacismo blanco, cuyos mensajes cargados de odio nacen del miedo a perder la posición dominante del pasado.



[1] Saini, Angela (2021), Superior, el retorno del racismo científico, Madrid, Círculo de Tiza, p. 62-63.

[2] Citado por San Román, Jesús O.S.A. (1994), Perfiles históricos de la Amazonía Peruana, Iquitos, Centro de Estudios Teológicos de la Amazonía, Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica, Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana (Primera edición 1975). p. 119.

[3] Saini, Angela (2021), p. 72.

[4] Citado en Ryback, Timothy W. (2010), Los libros del Gan Dictador, Barcelona, Destino, p. 133.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Por caminos de progreso

La degradación del bosque amazónico: una amenaza global

El octavo círculo: la orquesta de mujeres de Auschwitz